JM de Prada. |
Nueve de cada diez productos que compramos tardan menos de seis
meses en incorporarse a la bolsa de la basura. Es una proporción que
explica a la perfección el modelo económico en el que nos hemos
instalado. Nuestra economía basura arroja, desde luego, datos mucho más
mareantes y vertiginosos (por ejemplo, los cientos de miles de millones
de envases desechables que generamos cada año); pero basta ese dato para
el propósito de este artículo, pues aunque no incorpora cifras
tremebundas ni intimidantes nos muestra al desnudo el funcionamiento del
consumismo, una sórdida cadena de montaje en donde el ritmo de
producción frenético depende directamente de nuestras pulsiones, de
nuestros caprichos, de nuestra ansiedad y avaricia insaciables, de
nuestro hastío y cansancio, de nuestro delirio de posesión y nuestro
desencanto.
La primera prueba de la existencia de una economía enferma es su desconexión con la verdadera naturaleza humana. Y el ser humano, al menos mientras no está maleado, es un sempiterno buscador de vínculos: con sus semejantes, en primer lugar; pero a continuación con su propio hábitat y con las cosas que le rodean. Y, como nos enseña el principito de Saint-Exupéry, nos vinculamos a través del amor y el cuidado: tal vez haya rosas mucho más hermosas, pero la rosa que preferimos entre todas es aquella que hemos cultivado con nuestras propias manos. Ciertamente, no siempre podemos cultivar nuestra rosa; pero, al menos, hemos de aprender a amar la rosa que elegimos, hemos de desearla muy denodadamente (y sólo de esta atención concreta a la rosa que elegimos puede nacer el desapego hacia el resto de rosas). Si, por el contrario, compramos rosas rutinariamente, acabaremos inevitablemente dejando que se amustien, o incluso deseando que se amustien, para poder sustituirlas pronto. Esta economía de la reposición inmediata, tan sórdida y destructiva, es la rueda en la que hemos entrado. Y mientras no nos atrevamos a salir de ella, o a quebrar su eje, o siquiera a poner chinas en su avance, seguiremos rodando con ella hasta el abismo.
Porque una economía que pretende convertir el mundo en un inmenso cementerio de basura inevitablemente querrá también hacer de nosotros un desperdicio. No solamente convirtiéndonos en ansiosos acaparadores de chismes perecederos, sino también potenciando relaciones laborables más inconsistentes y adventicias, menos vinculadas y comprometidas. No creemos necesario explicar a nuestros lectores cómo, a medida que se ha extendido esta economía depredadora, han ido empeorando las condiciones del trabajador, hasta convertir por comparación el «trabajo basura» de pasadas décadas en una añorada reliquia.
Después de todo, si los productos que se ofrecen al consumo están llamados a convertirse en desechos en apenas seis meses, ¿por qué un puesto de trabajo habría de durar más? Si una empresa fabrica un objeto dirigido a consumidores que, tras un disfrute fugaz del mismo, lo arrojarán al cubo de la basura, ¿por qué no hacer lo mismo con los trabajadores que lo fabricaron? Si en seis meses un producto ha provocado el hastío de sus consumidores, que lo reponen por otro más rutilante, ¿por qué una empresa no va a deshacerse de sus empleados resabiados y exhaustos, supliéndolos por otra remesa más vigorosa e ingenua?
Una economía basurienta acaba, inevitablemente, generando trabajos pútridos y malolientes (y la atrofia del olfato moral permitirá que se consideren legales). Así, por ejemplo, no debe extrañarnos que la modalidad laboral popularizada por una empresa llamada Uber se haya convertido en la expresión más característica de la economía basura.
Hasta la imposición de este modelo degenerado, se permitía que la empresa despojase al trabajador de todo tipo de garantías; ahora se le permite también que ni siquiera se preocupe de organizar la producción. Será el trabajador quien aporte los instrumentos que le permiten desarrollar su trabajo (el coche si es un chófer, el teléfono si tiene que atender consultas, la moto si reparte pizzas); y, por supuesto, cobrará por servicio realizado, no por el número de horas en que permanece al frente del volante, ni enzarzado en discusiones con sus consultantes. Ya no se trataría propiamente de explotación laboral, sino de un cínico parasitismo que, a la vez que obliga al trabajador a desenvolverse como un autónomo, lo trata como a un pordiosero.
Como el jinete que cabalga noche y día acaba amoldando su horcajadura al lomo de su caballo, el trabajador de una economía basura acaba convirtiéndose en desperdicio. Y ni siquiera tiene el consuelo del reciclaje.
La primera prueba de la existencia de una economía enferma es su desconexión con la verdadera naturaleza humana. Y el ser humano, al menos mientras no está maleado, es un sempiterno buscador de vínculos: con sus semejantes, en primer lugar; pero a continuación con su propio hábitat y con las cosas que le rodean. Y, como nos enseña el principito de Saint-Exupéry, nos vinculamos a través del amor y el cuidado: tal vez haya rosas mucho más hermosas, pero la rosa que preferimos entre todas es aquella que hemos cultivado con nuestras propias manos. Ciertamente, no siempre podemos cultivar nuestra rosa; pero, al menos, hemos de aprender a amar la rosa que elegimos, hemos de desearla muy denodadamente (y sólo de esta atención concreta a la rosa que elegimos puede nacer el desapego hacia el resto de rosas). Si, por el contrario, compramos rosas rutinariamente, acabaremos inevitablemente dejando que se amustien, o incluso deseando que se amustien, para poder sustituirlas pronto. Esta economía de la reposición inmediata, tan sórdida y destructiva, es la rueda en la que hemos entrado. Y mientras no nos atrevamos a salir de ella, o a quebrar su eje, o siquiera a poner chinas en su avance, seguiremos rodando con ella hasta el abismo.
Porque una economía que pretende convertir el mundo en un inmenso cementerio de basura inevitablemente querrá también hacer de nosotros un desperdicio. No solamente convirtiéndonos en ansiosos acaparadores de chismes perecederos, sino también potenciando relaciones laborables más inconsistentes y adventicias, menos vinculadas y comprometidas. No creemos necesario explicar a nuestros lectores cómo, a medida que se ha extendido esta economía depredadora, han ido empeorando las condiciones del trabajador, hasta convertir por comparación el «trabajo basura» de pasadas décadas en una añorada reliquia.
Después de todo, si los productos que se ofrecen al consumo están llamados a convertirse en desechos en apenas seis meses, ¿por qué un puesto de trabajo habría de durar más? Si una empresa fabrica un objeto dirigido a consumidores que, tras un disfrute fugaz del mismo, lo arrojarán al cubo de la basura, ¿por qué no hacer lo mismo con los trabajadores que lo fabricaron? Si en seis meses un producto ha provocado el hastío de sus consumidores, que lo reponen por otro más rutilante, ¿por qué una empresa no va a deshacerse de sus empleados resabiados y exhaustos, supliéndolos por otra remesa más vigorosa e ingenua?
Una economía basurienta acaba, inevitablemente, generando trabajos pútridos y malolientes (y la atrofia del olfato moral permitirá que se consideren legales). Así, por ejemplo, no debe extrañarnos que la modalidad laboral popularizada por una empresa llamada Uber se haya convertido en la expresión más característica de la economía basura.
Hasta la imposición de este modelo degenerado, se permitía que la empresa despojase al trabajador de todo tipo de garantías; ahora se le permite también que ni siquiera se preocupe de organizar la producción. Será el trabajador quien aporte los instrumentos que le permiten desarrollar su trabajo (el coche si es un chófer, el teléfono si tiene que atender consultas, la moto si reparte pizzas); y, por supuesto, cobrará por servicio realizado, no por el número de horas en que permanece al frente del volante, ni enzarzado en discusiones con sus consultantes. Ya no se trataría propiamente de explotación laboral, sino de un cínico parasitismo que, a la vez que obliga al trabajador a desenvolverse como un autónomo, lo trata como a un pordiosero.
Como el jinete que cabalga noche y día acaba amoldando su horcajadura al lomo de su caballo, el trabajador de una economía basura acaba convirtiéndose en desperdicio. Y ni siquiera tiene el consuelo del reciclaje.
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